El día que entré por primera vez en una escuela como maestro tuve una gran sorpresa. Más que sorpresa fue una sensación de decepción. Me pareció que los niños y niñas ya no sabían jugar. A la hora del recreo, aquel patio inmenso estaba poblado de niños y niñas que jugaban un impreciso número de partidos de futbol simultáneos. Me refiero a que en el mismo terreno de juego cohabitaban unos cuantos pares de equipos, cada uno de ellos con su balón, pero compartiendo campo y porterías. No había otro juego y únicamente eran los niños y niñas los que corrían de un lado a otro e…